Rafael Nadal ya está en España. El viaje de regreso desde Melbourne se le hizo eterno. La mirada de Nadal a su llegada lo decía todo. Una mirada de tristeza y, sobre todo, de preocupación. Tristeza, por no haber defendido el título en Australia. Preocupación, porque la sombra de las lesiones vuelve a planear sobre Rafa. Pero no es la primera vez ni será la última.
Nadal significa sufrimiento, drama, emoción. Dentro de la pista y fuera de ella. Dentro, por su innata habilidad para hacer fácil lo difícil y difícil lo fácil, para jugar con los sentimientos de quienes le siguen en cada partido, para crear una adicción de emociones que ningún otro puede dar. Fuera, porque el balear también juega. Es otro partido. Sin rival, sin raqueta, sin público. Rafa lucha contra las lesiones. Sus pies, sus abdominales, sus rodillas…el mayor enemigo de Nadal está en sí mismo. ¿Pero cómo vencer a un enemigo sin cara, sin ojos, sin raqueta? Ese es su gran dilema y hasta ahora no lo ha resuelto. Es como el enemigo que aparece y desaparece pero sabes que algún día volverá y, posiblemente, en el momento menos oportuno.
Miles de horas en el gimnasio, en la piscina, en el masajista. Idas y venidas de un doctor a otro. Pero la vacuna para Nadal no existe y no sabemos si existirá. Más que médica, la de sus lesiones parece una cuestión mística. Por lo caprichosa, lo inesperada, lo incontrolable. Que me perdonen los médicos, pero rezar parece ahora mismo la mejor solución. Y esperar que la moneda caiga más veces de cara que de cruz. La suerte se desea a quienes la necesitan y Nadal la necesita en grandes dosis. Por eso, mucha suerte Rafa.